martes, 8 de junio de 2010

Besos en la cocina

por ote

Tiene la perfección de una huella digital, pienso mientras inspecciono el pegote carmesí que Laura dejó estampado en el borde del vaso. Es un beso digital, me digo, un autógrafo espeso de su boca. Abro la canilla y cargo la esponja con detergente, pero la imagen reciente de esos labios engominados y carnosos abrazándose salvajemente al vidrio, arrugándose de placer, curvándose hasta formar una mariposa tierna y apretada, me obliga a suspender cualquier esfuerzo. El agua corre abajo sin parar pero yo necesito hamacarme un rato en esos labios, tirarme una y otra vez por el tobogán de su nariz, sopesar desde esa altura la firmeza incierta de sus tetas. Esta última visión me produce un arrebato masivo, el mismo que sentí hace apenas un rato cuando Laura, inclinada en el sofá, levantó el mentón por encima del hombre de Federico y me regaló una mirada distinta, que yo juzgué peligrosa. Ahora, el respaldo apenas hundido y la forma frutal que su peso dibujó en el sofá, son el testimonio inquietante de su visita. ¿Por qué vino al cumpleaños de Florencia si es obvio que entre ellas está todo mal? ¿Por qué lo trajo a Federico? ¿Vino a provocar? Miro de nuevo el vaso de Laura como buscando respuestas y apoyo mi pulgar sobre su marca de rouge, lo deslizo lentamente de un lado a otro, presiono con más fuerza hasta sentir que se hunde en sus labios. Frente al sofá, en la mesa ratona, el cenicero revienta de colillas y parece un bosque talado. “Son las estacas que Florencia desparramó para marcar su territorio”, pienso mientras confirmo que, efectivamente, son sus cigarrillos. El chorro de agua golpea seco en el fondo de la pileta y produce un rumor sordo que se expande por la casa y se confunde con los motores de los autos que aún circulan por la calle. Levanto el vaso de Laura como quien intenta un brindis con el aire y, tras mirar bien a los costados, me lo llevo a la boca. Florencia duerme celosa en nuestra cama y, en secreto, yo me beso con Laura en la cocina.